He sido condenado al olvido y al desdén de las personas. He sido privado de la compañía de alguien y sentenciado a ver las horas pasar sin que palabra alguna salga de mi boca.  La razón de mi condena es un cúmulo de situaciones que no quiero recordar por ahora, pues sólo me lastimaría más el corazón. He aceptado este destino y no me arrepiento de nada que hice. No pienso pedir perdón a nadie, ni siquiera a Dios, puesto que en mi alma no hay ni una pizca de culpabilidad.

Todos los días, después de desayunar, me siento en un sillón rojo, viejo y anacrónico (como toda mi casa), que se parece tanto a mí, por feo y a punto de romperse; me siento ahí a pensar en nada, y si he llegado a pensar en algo, ya no lo recuerdo. Los días se me pasan sentado ahí, esperando a que aquel sueño que tuve hace un par de décadas se cumpla. En ese sueño en el que mi soledad se acaba, ese sueño en el que alguien llegaba por mí para ir a dar un paseo y hablar de los términos y condiciones de su estancia en mi vida.  Hay veces que ni levantarme del sillón quiero, qué tal si aquella persona llega a buscarme en ese momento y a ese lugar y yo estoy ausente, no, no y no; no quisiera perderme de su compañía.

Veinte años se me han ido esperando, veinte años sentado en el mismo sillón, veinte años sintiendo la incertidumbre de saber si pasará o no, hay veces que siento que he desperdiciado dos décadas en vano, y que mi condena va más allá de permanecer en soledad, ya que se me ha condenado también a la inmortalidad; tengo 87 años, y veinte de ellos he estado esperando a la muerte, a quien al parecer se le ha olvidado que la espero desde hace mucho tiempo, en el mismo lugar…