Jorge Alberto Rivero Mora

 

Un día acabará el olvido o acabará la esperanza…
Luisa (Pina Pellicer)

 

Un buen pretexto para revisitar el cine mexicano de la pasada centuria, es asomarnos al legado del notable y poco valorado realizador Roberto Gavaldón (1909-1986), uno de los mejores exponentes de nuestra cinematografía quien por medio de su talento y sensibilidad artística y de un sólido liderazgo al momento de concebir sus filmes, lo llevó a gestar una prolífica carrera de 48 filmes que incluyen títulos memorables como La otra (1946), La diosa arrodillada (1947), La noche avanza (1951), Macario (1960), La Rosa Blanca (1961), Días de otoño (1962) o El gallo de oro (1964).

Si bien fue un hombre polémico en su faceta política en el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC) y poseía un autoritario estilo de dirigir (lo que le valió el mote de “El Ogro”), Roberto Gavaldón edificó un universo fílmico en el que desfilaron estrellas de la talla de Dolores del Río, María Félix, Tongolele, David Silva, Arturo de Córdova, Pedro Armendáriz, Pina Pellicer, Lucha Villa, Piporro e Ignacio López Tarso; notables guionistas que después se consagraron como grandes literatos como José Revueltas, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, o Emilio Carballido; o fotógrafos de gran sensibilidad como Gabriel Figueroa, Jack Draper o Alex Phillips.

Por motivos personales y hasta nostálgicos, de todas las cintas de Gavaldón, Días de otoño (1962) [1] me resulta muy entrañable: por su extraordinaria manufactura, original propuesta y, sobre todo, por el rol protagónico de la bellísima Pina Pellicer (sobrina del loable poeta y Contemporáneo Carlos), quién en su fugaz carrera cinematográfica engalanó con su superlativa hermosura y con su personalidad melancólica y elegante, a un cine mexicano muy necesitado de figuras de su talento y presencia. Tristemente Pina Pellicer se suicidó dos años después en la plenitud de su carrera y de su vida misma.

El argumento de Días de Otoño se concentra en Luisa (Pina Pellicer), una tímida joven pueblerina que llega a la Ciudad de México para trabajar como repostera en la pastelería del viudo y acaudalado Don Albino (Ignacio López Tarso). Hermética y retraída con sus compañeras de trabajo, de modo intempestivo Luisa les confía que se casará. Pero es engañada y plantada en el altar por su prometido Carlos. Lejos de caer abatida, Luisa construye un mundo idílico y asegura que es feliz con su ficticio esposo. Sin embargo, a esa mentira inicial Luisa adiciona nuevos pasajes de su “matrimonio ideal”: finge su embarazo, se asume como madre de un hermoso y travieso niño y finalmente se convierte en la viuda joven que pierde a su esposo en un accidente automovilístico. Sus compañeras de trabajo (sobresale la talentosa Evangelina Elizondo) y Don Albino, si bien generan un vínculo afectuoso con Luisa, encuentran muchas inconsistencias en su comportamiento errático hasta que la farsa de esta última termina por atraparla y es descubierta por Don Albino quien le confiesa su amor, pero lejos de derrumbarse nuevamente Luisa sigue adelante.

La trama es sencilla, pero muy profunda si atendemos las implicaciones psicológicas del personaje protagónico. Una lectura simplista podría orientarse a que la película es una más que apela al género del melodrama, predominante en el cine mexicano del siglo XX, pero considero que la riqueza del filme recae en que Gavaldón construye con credibilidad una película cuya trama de suspenso psicológico, envuelve no solamente a la atrayente protagonista Pina Pellicer, sino a los espectadores que se involucran ampliamente con el derrotero de la historia.

Más allá de los puntos débiles del filme como la musicalización de Raúl Lavista, estridente, desgastante y distractora, considero que Días de Otoño es una de las mejores películas del cine nacional por un cúmulo de virtudes, por ejemplo: la repetición de la fórmula exitosa de Macario (1960), es decir, Gavaldón, se apoyó nuevamente en Emilio Carballido para adaptar un cuento del enigmático escritor B.Traven (Frustration)[2] y conjuntó de nueva cuenta como figuras estelares a la hermosa y melancólica Pina Pellicer y al siempre convincente Ignacio López Tarso; así como al laureado cinematógrafo Gabriel Figueroa quien lejos de caer en los afanes preciosistas de trabajos anteriores con el Indio Fernández, le otorgó un papel protagónico a la Ciudad de México como personaje (y como escenario) al retratar con maestría la interesante cartografía urbana de los años sesenta en donde Luisa protagoniza su singular historia (la estación de Buenavista, Tacubaya, la Colonia del Valle, el Paseo de la Reforma, la Avenida Juárez, así como el Bosque y el lago de Chapultepec).

Así, en este particular espacio urbano, Luisa habita en una ciudad de México aderezada de la publicidad de la época que recrea la creciente americanización de la vida cotidiana, pero la película nos demuestra que la protagonista en realidad habita en un mundo de fantasía, de locura y de inocencia que le sirve para dar sentido a una vida de “mujer ideal” que se le escapó de las manos del modo más cobarde.

Un poema cimienta la trama de esta perdurable historia de la vida de una mujer que transita entre el amor, la esperanza y el olvido…

 

Si no podemos amar, viendo que la noche avanza,

celebremos una alianza con ese sueño mentido.

Un día acabará el olvido o acabará la esperanza…

 

De esta manera, la gran dirección de Gavaldón y la extraordinaria actuación de Pina Pellicer (su personalidad y belleza) evitaron que la cinta se convirtiera en un melodrama lacrimoso como uno más de los que predominaron en el cine mexicano de la segunda mitad del siglo XX, sino que supieron erigir una película en la que el espectador se adentra en los resortes psicológicos de la tierna y misteriosa protagonista para entender su extraño proceder y el universo de emociones, sentimiento, decepciones, temores y esperanzas en el que se encuentra anegada: un mundo idílico complejo sí, pero un espacio en el que Luisa entra y sale con facilidad.

En Días de Otoño entonces, la imaginación se vuelve realidad y la realidad se vuelve fantasía y uno como espectador no puede ser indiferente a las tribulaciones de Luisa quien desde su fragilidad demuestra una enorme fortaleza para seguir adelante en su atribulada existencia, y aquí encuentro otro gran mérito de la película y de su director: dejar un final abierto a la imaginación del espectador sin caer en el peligro del sentimentalismo barato.

El cantautor argentino Charly García señala que “la locura implica ver más allá” y esta premisa se adapta perfecto a la historia de Luisa quien no se conforma con vivir lo que la realidad adversa le dicta, sino en encontrar lucidez a su propia irracionalidad, en  una de las películas mejor logradas de nuestra cinematografía que vale ser recuperada y revalorada, especialmente porque Pina Pellicer a pesar de su efímera carrera se inmortalizó como una de las presencias femeninas más perdurables del cine mexicano e incluso internacional.

[1] Las fotos de la película Días de otoño incluidas en el presente artículo son de la autoría de Alfonso Corona Villa ©Fundación Televisa

[2] Cf. B. Traven, La creación del sol y la luna, Colección Andanzas, Tusquets Editores, México, 1999, 177 pp.