Tener la fantasía sexual de ver a una persona desconocida, es algo que  sucede con frecuencia. No me vas a decir que nunca te ha pasado. Ver a una  persona cualquiera, sea hombre o mujer, admitir que te atrae su físico y después, si tienes suerte de verle por un rato, darte cuenta que te excita mirarle más de lo que te gustaría admitir… ¿De verdad nunca te ha sucedido?

Yo he experimentado esa sensación algunas veces, pero hoy, hoy ha sido distinto. Hoy fue con una mujer. Esa joven me cautivó por completo, desde la primera mirada, con ese cuerpo esbelto y perfectamente delineado con un traje sastre ajustado color gris oscuro; con ese perfil respingado y largo; esos labios humectados y perfectos, intermedios entre la delgadez y la voluptuosidad de las divas de cine; con esas pantorrillas cubiertas con unas medias traslúcidas y esos tacones altos que le dan una estatura magnífica y esos ojos, sobre todo, esos ojos…

En mi indiscutible rutina de transporte que me lleva de casa al trabajo cada día, me he atribuido la actividad de observar los movimientos de mis compañeros de viaje: los trabajadores asalariados, las madres de familia que llevan a sus pequeños a la escuela, las trabajadoras ejecutivas, los vendedores característicos del metro –y sus discursos memorizados-, los estudiantes camino a la universidad, los médicos, compradores, niños, hombres, mujeres… todos y cada uno de estos personajes se convierten en mi distracción del mundo para  no abstraerme en la rotunda nada, en la que la mayoría de la gente –y todos mis observados- se sumerge en estos trayectos.

Tiendo a observar a la gente, en especial a aquellos que me observan a mí. Ir caminando por las calles o andenes y sentir las miradas extrañas sobre ti, siempre nos causa diversos sentimientos y sensaciones recorriendo el cuerpo, sensaciones que van desde la paranoia hasta la excitación. A mí, me suceden ambas, aunque si mis ojos se cruzan con los de alguien agradable… la cosa va distinta.

mirda

Eso me sucedió con mi actual pareja. Desde que nos presentaron, su presencia me gustaba y disfrutaba saberlo viéndome recurrentemente, el sentirme observada con esa mirada de deseo e intriga me llenaba de  excitación. Yo también le miraba, le analizaba y le devoraba con los ojos. Cada vez que nos reuníamos no hacíamos mas cosa que provocarnos mediante miradas coquetas e insistentes, es decir, claro que hacíamos otras cosas como hablar de nuestras actividades o ir de paseo a algún museo. Pero durante estos tiempos, las miradas siempre reinaron en ese cosmos de descubrimiento y flirteo que no era otra cosa que la primera etapa de seducción…

Nunca me he considerado lesbiana. Miento. A decir verdad me he planteado la cuestión en varias ocasiones. Desde niña fui capaz de explotar mi capacidad de observación y admiración de la estética y la belleza… ¿Qué belleza más absoluta e irrefutable que una mujer? Su cuerpo enmarca la perfección de ser; con tanta armonía en las curvas de su cuerpo,  tanto ritmo en cada uno de sus movimientos, la cadencia de sus caderas en cada paso, la firmeza de sus actos, la seguridad de su personalidad, la inmensa capacidad de amar… ¿Quién mejor que una mujer para amar a otra mujer?

La primera vez que me sorprendí saboreando los labios de la niña vecina, me embargó la turbación y el desasosiego. Tenía claro que a una mujer deben gustarle los hombres, “Mamá se ha casado con mi padre.  Hombre y mujer. Niño y niña” me repetí con fervor hasta olvidar esos tiernos labios. Sin embargo, a partir de ese momento, me sorprendí observándola con frecuencia, desmenuzando cada parte de su cuerpo y deseando tocar cada delgado pliegue de su piel.

Un día me descubrió, miró por la ventana y sus ojos chocaron con los míos. Me sonrojé de inmediato, sabía que había sido descuidada al mirarla tan insistentemente y me reproché a mí misma por ello, aun así no dejé de mirarla. Ella me sonrió, una sonrisa tímida y breve. Se puso seria y me lanzó un beso, cerró su cortina.

Me quedé inmóvil en mi sitio y respiraba agitada, ya no me importaba en lo mas mínimo el hecho de haber sido captada in fraganti, tampoco me atemorizaba que fuera a acusarme con su madre, por el contrario, me sentía “emocionada” –tal y como pensé en ese momento que debía llamarse esa sensación- de haber sido besada de algún modo por esa niña, incluso pensé que tal vez y sólo tal vez, también ella me miraba por la ventana cuando yo no lo hacía…

Ese breve instante cambió mi vida, justo ese acontecimiento –aparentemente insignificante- me había dado la llave hacia un mundo, que si bien todo el mundo explora en alguna etapa de su vida, para mí –una niña de 7 años- aún me debía de resultar ajeno e impensable, pues mi inocencia de infante no debía de haberme abandonado tan de prisa. Ese día, esa tarde algo fluyó por dentro de mí; una brasa imaginaria me quemaba las entrañas; mi cuerpo sudaba, mi corazón latía desbocado, mis ojos parecían salir de sus órbitas, escuchaba mis latidos en los oídos, mi entrepierna se humedecía… ese día, conocí el erotismo.