Jorge Alberto Rivero Mora
La fotografía es verdad y el cine es una verdad 24 veces por segundo.
Jean Luc Godard
En el ámbito de la historiografía crítica, la cinematografía alude a un discurso visual cuya mayor sustento se basa en imágenes ―fijas (carteles y stills) y en movimiento (la película en sí y tráileres del filme) que sobrepasan, por mucho, la limitada función de simples “evidencias” que puede otorgarse a la realidad. Es decir, dichos discursos visuales rebasan el rol que se les ha otorgado tradicionalmente: como instrumento de apoyo para construir juicios valorativos (de verdad o falsedad), sin atender ―y entender― que las imágenes son una particular representación de la realidad histórica.
La cinematografía en tanto discurso visual, obliga a reflexionar en el quién, el cómo, de qué manera, en qué tiempo y desde qué espacio se materializa un filme en particular; implica pensar en los aspectos subjetivos y objetivos adheridos en dicho discurso y, estimula a analizar cómo la realidad histórica y las representaciones de la misma mantienen una vinculación dialéctica: Sin realidad no puede haber representación y sin ésta no puede haber alguna señal tangible que dé sustento a la realidad histórica misma.
En mi opinión, y de modo muy lamentable, en algunos espacios académicos de la carrera de Historia, se cierran en su lógica individualista sin reconocen que el diálogo multidisciplinario y la inclusión de ideas distintas enriquecen los debates y la construcción crítica de conocimiento, sin cavilar que las imágenes poseen una determinada intencionalidad al momento de su emisión; son concebidas en un periodo histórico específico, son fuentes relevantes para construir y entender la historia de la cual formamos parte y pueden ser interpretadas desde diferentes horizontes.
En esta dirección, me parece que en algún momento de nuestra vida, al hablar con algún amigo o familiar acerca de la obra de algún poeta o de algún novelista que haya repercutido en nuestra vida (por favor no relacionar esta idea con Enrique Peña Nieto), ponemos a prueba la memoria y retamos a nuestro interlocutor que repita textualmente versos de algún poema o pasajes de una novela y es aquí cuando algunos memoriosos repetimos palabra por palabra versos de Mario Benedetti, Jaime Sabines o Alfonsina Storni o los inicios de novelas que me marcaron como Cien años de soledad (1967), de Don Gabriel García Márquez; o Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo.
Pero lo mismo podría decirse respecto a una película ¿Qué imagen o imágenes se recuerdan en particular de un filme? La pregunta se complejiza si, como decía Jean Luc Godard, la fotografía es verdad y el cine es una verdad que corre 24 veces por segundo, ¿Qué pasa cuando queremos detener tal celeridad de las secuencias y congelamos o sintetizamos todos los recuerdos de un filme en una imagen?
Así, al recuperar escenas de la época de oro del cine mexicano, evoco imágenes que permanecen intactas en la memoria: la bravía presencia de Jorge Negrete o Pedro Armendáriz; la belleza serena y elegante de Dolores del Río; los bellos ojos de María Félix en el estético y magistral close up en Enamorada que le prodiga Gabriel Figueroa; la desesperación de Blanca Estela Pavón y Pedro Infante al ver a su hijo carbonizado en Ustedes los ricos; la picardía de Cantinflas y la energía de Joaquín Pardavé en Ahí está el detalle; la carcajada liberadora de Arturo de Córdova en El esqueleto de la Señora Morales; la seguridad triunfante de Roberto Cobo en Los olvidados; el encuentro musical de Tin Tan y Vitola en El rey del barrio, etcétera. Escenas memorables en que los artistas citados apuestan su fuerza expresiva al poder receptivo de sus imágenes.
Lo que no se advierte o no se debate en demasía en esta construcción de imágenes y estereotipos que en muchos sentidos nutrieron la educación sentimental, de hábitos y hasta el tipo de lenguaje de numerosos espectadores que consumieron estos particulares filmes en los años de auge de la llamada y mitificada Época de oro del cine nacional, es que todos estos modelos o arquetipos provenían del cine estadounidense y la industria fílmica mexicana solamente se encarga de adaptar su lógica al mercado nacional (se mexicanizan las historias, se privilegia el espacio rural como símbolo identitatario de lo “orgullosamente mexicano”, se crea un “Sistema de Estrellas” o Star System, a la usanza hollywoodense, se construyen estudios cinematográficos notables como Los Churubusco, etcétera
Pero más allá que los rasgos del cine mexicano de la época de Oro fueron una marcada imitación de modelos externos, es cierto también que durante dos décadas el cine nacional fue una industria sumamente rentable para los distintos sectores que la integraban, y que estuvo marcada por las particulares miradas y apoyos que desde el aparato gubernamental se le dio al espacio cinematográfico pero sobre este tema profundizaré en mi siguiente colaboración.