A más de tres décadas de que México transitó de lleno a su “proceso modernizador”, nuestro país no pasó desapercibido de la lucha teórica entre los postulados de John Maynard Keynes y las teorías del austriaco Friedrich August von Hayek. El resultado lo conocemos y lo vivimos actualmente.
Keynes desfiló hacia la lista de los “prohibidos», ocupando un lugar junto a las teorías de Karl Marx. Dentro de la academia, las teorías pluralistas del Estado y la teoría económica neoclásica se convirtieron en las premisas imperantes para explicar la realidad del mundo. Especialmente tras el fin de la II Guerra Mundial fue que consolidaron su hegemonía.
Debemos agregar que los gobiernos mexicanos, a partir de 1982, se disciplinaron y acataron al pie de la letra lo establecido por el Fondo Monetario Internacional (FMI) el Banco Mundial (BM) y el denominado consenso de Washington. Con ello, los operadores mexicanos de las nuevas políticas económicas se formaron en casas de estudio universitario estadounidenses, trayendo consigo -ya como economistas posgraduados en universidades como Yale, Chicago y Harvard- los manuales económicos de los “Chicago Boys” e hicieron de Free to Choose y Capitalism and Freedom (obras cumbres de Milton Friedman) sus biblias en materia de política económica.
Según Seymur Martin Lipset [1], el desarrollo económico y la legitimidad política son algunos de los requisitos sociales de la democracia; en nuestro país, la aplicación de dicha idea nos alcanzó con el discurso de la modernidad, la apertura económica y las oportunidades de empleo. Es así como nos encontramos con el “discurso transformador” que transportó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y que fue presentado como la respuesta a los males que aquejaban al país; sería, pues, el motor del crecimiento económico de México, con ello sería creador de fuentes de empleo calculada por millones.
Los resultados están a la vista de todos. La crisis de legitimidad política que provino de la elección de 1988, donde los resultados electorales demostraron vehementemente que la justicia electoral es inexistente en nuestro país, trató de revertirse en el sexenio de Salinas de Gortari con una estrategia que proyectaba dos principales vías, el programa Solidaridad y el TLCAN, intentando cumplir así los requisitos sociales que una democracia occidental requiere.
También, el día primero del mes primero del año 1994, simultáneamente, dos procesos históricos ponían a México en el centro de las miradas del mundo entero. Por un lado entraba en vigor el TLCAN, fuente legitimadora de crecimiento económico, y por otro lado, específicamente en el sureste del país, en el estado de Chiapas, se expresaba la lucha de clases que siempre conlleva una formación económica-social capitalista, expuesta con el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
Empero, ya con un nuevo sexenio puesto en marcha, el discurso se repitió, ahora con Ernesto Zedillo Ponce de León siendo presidente, con ciertos matices y con un Tratado de Libre Comercio de diferente nombre, esta vez titulado Tratado de Libre Comercio entre la Unión Europea y México (TLCUEM).
Sin embargo, este discurso errante que evade los grandes problemas nacionales como la crisis de seguridad en la que nos encontramos inmersos, no proviene exclusivamente del Partido Revolucionario Institucional (PRI), también el Partido Acción Nacional (PAN) en los dos sexenios de administración del ejecutivo federal, acudió a las oportunidades de empleo y la apertura económica como las fuentes legitimadoras de los gobiernos de Vicente Fox Quezada y Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, no podemos olvidar que el expresidente Calderón prometió ser el presidente del empleo.
Tampoco olvidemos el papel del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en el autodenominado Pacto por México, donde su sola presencia demostraba que su visión comulgaba con las reformas proyectadas desde el ejecutivo federal encabezado por el presidente Enrique Peña Nieto, sepultando así la poca credibilidad que quedaba en la izquierda formal y partidista.
Hoy, el discurso errante que, por lo menos en 4 sexenios anteriores se dibujó como la reforma del Estado, llegó a su cumbre. En menos de 18 meses se presentaron y aprobaron las reformas constitucionales que cambiarán –según el discurso oficial de Enrique Peña Nieto- el rumbo de nuestro país para bien, “con un crecimiento económico sólido y oportunidades de empleo al por mayor”.
Una reforma político-electoral, una reforma en competencia económica, una reforma fiscal, una reforma educativa, una reforma hacendaria, sumando a ellas la reforma laboral aprobada en el último año de funciones del ex presidente Calderón y coronando dicho proceso con la reforma de telecomunicaciones y la reforma energética, darán una cara distinta del “nuevo” Estado mexicano. La espera para nosotros –el grueso de la sociedad-, se ha traducido en más de “30 años de pretextos” que en las palabras acusan las mismas promesas: “Los resultados se verán a largo plazo” o “[…] está pensado –según Vicente Fox- para 2025” o “el proceso […], está pensado en los próximos 30 años, donde México debe ser una tierra de oportunidades […]”, tan solo escupidas por distintas bocas.
¡Sí, escupidas! ya que son totalmente contradictorias y están llevando a México por un pleno proceso de cambio a un característico Estado neoclásico, donde el neoliberalismo tiende a desemplear, donde su “reforma educativa” sustancialmente no toca la planificación de la educación, donde la “reforma laboral” es la aplicación a su máxima potencia de la precarización y flexibilización de las relaciones laborales, donde lo planteado a la letra en su “reforma en materia de telecomunicaciones” “atacará a los monopolios”, sabiendo, pues, que el propio capitalismo sistemáticamente tiende a la creación de éstos.
La plusvalía creada por la extracción de hidrocarburos no renovables y posterior comercialización en sus diversas variantes no se utilizará para el beneficio de la sociedad mexicana, ya que la idea de los ejecutores de la política económica, encabezados por nuestro “mejor primer ministro de economía en el mundo en 2014”, Luis Videgaray Caso, es acabar a toda costa con el monopolio del Estado mexicano en la economía.
Estamos ante el proceso de llevar a cabalidad el carácter gerencial del Estado, por lo tanto, esos tan añorados resultados para el resto de la sociedad, están siendo transcritos en una eterna espera, espera promovida por el mismo discurso oficial, donde los beneficios de las reformas, de las reformas, de las reformas, posiblemente nunca llegarán…
[1] Lipset, Seymur Martin. “Algunos requisitos sociales de la democracia: desarrollo económico y legitimidad política”, en Battle Albert (editor), Diez textos básicos de Ciencia Política, Ariel Ciencia Política, 2da edición, Barcelona, 2001, pp. 113.150.