Era medio día, el sol se encontraba en lo más alto del cielo, el mar estaba en quietud, en el muelle, las lanchas pesqueras reposaban, las hamacas mecían ancianos, un fuerte olor a pescado se fundía en el aire y algunas casitas humildes abrían sus ventanas para saludar al mar. Sentía caer en las mejillas el sudor de mi frente, me ardían los pies, los rayos del sol me cegaban, estaba acalorada. Atenta escuchaba a Don Guillermo platicar cómo se ganaba la vida en Isla Arena (más que isla, es un pedacito de tierra entre Yucatán y Campeche) contaba que él es pescador, dueño de un pequeño restaurante con el que se ayuda económicamente cuando la pesca no es buena, decía que en Isla Arena sólo se puede vivir de la pesca pues la tierra no se presta para sembrar y el turismo no es muy bueno, era notorio del por qué de ello; el pueblo está lastimado por un viejo huracán y olvidado por los gobiernos que mucho prometen pero poco cumplen, a pesar de todo, la isla tiene un atractivo muy peculiar: el museo dedicado a Pedro Infante.
No pude evitar pedirle a Don Guillermo que contara un poco más sobre el cariño que Pedro tenía por la isla, él sonriente y con un brillo muy particular en los ojos comenzó a contar:
«Mis abuelos contaban que Pedro nunca tuvo la intención de llagar a Isla Arena, él se dirigía a Celestún; allá no le trataron muy bien, por eso decidió no quedarse y buscando dónde a aterrizar para arreglar cosas de su avión, fue que llegó a Isla Arena. Aquí nadie le reconoció al principio pero enseguida se corrió el rumor de que Pepe el Toro estaba en la Isla, nadie lo creía. Como era costumbre a los foráneos se les ofrecía de comer y la ayuda que necesitaran; fue así que a Pedro y su acompañante fueron invitados a comer unos pescados por el Chicote, quien se convertiría en el amigo más allegado de Pedro Infante.
Todos seguían sin creer que Pepe el Toro estuviera en Isla Arena pero después de comer, él se levantó, agarró una guitarra que por ahí estaba, comenzó a afinarla, y dijo, «esto no se puede quedar así, de alguna forma se tiene que pagar la comida» fue entonces cuando se puso a cantar, no cabía duda, era Pepe el Toro.
Pedro se volvió muy amigo del Chicote, ese señor aún vive, siempre que Pedro venía, lo visitaba. El Chicote tiene muchas fotos con él, algunas se perdieron en el huracán y otras el hijo de Pedro vino a pedírselas para sacarle copia, él le prometió regresarlas, pero después falleció. Jamás se volvió a saber de las fotos.»
Don Guillermo me cautivó por algunos minutos, la forma en que contaba su anécdota me transmitía todo ese cariño que los habitantes de la isla tenían a Pepe el Toro; pude comprender porqué Pedro se enamoró de este lugar y lo reservaba sólo para él. La gente, las calles, el mar, esa playa ausente de olas, de saladas aguas cristalinas, nunca en mi vida había visto el mar tan quieto, tan puro, la tranquilidad pulula en Isla Arena y enamora cuando descubre su pureza.