Buscando entre papeles arrugados, ropa vieja, zapatos rotos, y vidas pasadas, me hallé en la penumbra de la confusión. El primer instinto que tuve fue tirar todo a la basura, romper los papeles sin compasión, fingir que esa ropa vieja jamás me gustó, que esos momentos tan íntimos nunca habían ocurrido, pero sobre todo quería ignorar la desdicha de encontrarme vulnerable ante mi propia historia, que si bien no es trágica tampoco extraordinaria. Con desgana leí esos versos que escribí a viejos amantes, sentí lo frívolo de mis palabras, no me transferían la energía con la que los escribía, ya había pasado tanto y tan poco, que fue inevitable no reír.

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Conforme me introducía en los aromas del pasado y el deseado futuro, miré el reflejo de los sueños que había tenido, salió a relucir el hecho de que mi vida no era la que tenía, sino la que ocurría en mis desmesurados sueños, caí en la cuenta en que esos sueños me hacían, hacen y harán vivir. Comencé a  pensar que en ese preciso momento miles de personas igual que yo, se enfrentaban a su propia historia, a la cobardía oculta; imaginé madres llorando la muerte de un hijo, enamorados fingiendo orgasmos y afecto, oficinistas con una sonrisa farisea, artistas hambrientos de comprensión, y entonces me vi entre todos ellos, eran tan legítimos como yo, me di cuenta de que no imaginaba nada, lo supe, era verdadero.

La realidad me alcanzó cuando sentí vibrar mi celular, si contestaba me internaría en las banalidades de mi vida, de las que nunca salía, ni saldré, porque precisamente me había dado cuenta que girar en torno a papeles, órdenes, críticas, intelectuales prepotentes, malas canciones, presuntuosos saberes, deudas, gastos, modas, hipocresía, comida rápida, transporte colectivo, amores de ocasión, cigarros a medio fumar y un interminable desaliento, era lo real. Sólo miré lo existente, no había reconocimiento alguno,  por más que observé a mi alrededor en busca de algo majestuoso, original, descomunal, no había nada, sólo huellas de una vida que sin duda no era la mía, no era la de nadie, porque nadie quiere reconocer su vida, nos escondemos tras el embuste de lo que día a día construimos.

Una sincera carcajada salió de mí, no pude parar de reír pensando en todas las personas que conozco, recordé su apariencia, de algunos mesurada y de otros insinuante, sin embargo siempre mentira, su aparente seguridad y desenfado era temor y cordura. Sus palabras tan atinadas y maduras fueron aprendidas por obligación y no por gusto, su pensamiento de progreso y creación era la única salida a sus reprimidos sueños de grandeza, que patético tener ganas de ser reconocido, esas ganas que a mí también me daban, me dan.

Como sí no fuera suficiente toqué mis bolsillos, descubrí en ellos unas pocas monedas, qué ironía, la carencia no sólo era moral y anímica sino también económica, pero no lo pensé precisamente porque estuviera privada de lujos. Esas monedas para mí, representaban un boleto del metro o quizá un cigarrillo, para algunos la propina  del «viene, viene» o tal vez un bolillo con el cual apaciguar el hambre. Pude haber pasado toda mi vida con esas monedas entre mis manos, pero fue incontrolable el deseo de cambiarlas por algo, lo que fuera, por que ahí en mi mano no servían de nada; relacioné esas ansias de intercambio con las personas que alejé de mí, supe que así que con las monedas buscaba un cambio, un absurdo cambio, que nunca llegó, ni llegará. Es tanta el hambre de futuro que esta vida ha sembrado en mí, que todo lo he vuelto efímero.

No me basta la idea casual del amor, tampoco la inutilidad del triunfo o el reconocimiento, refuto el olvido y  lo novedoso, el futuro se desliza de mis manos , a su paso sólo deja rastros de pasado absurdo ya que lo vacío de esos flamantes cielos ha hartado mis ojos. La duda  de mi historia persistía sin que lo notara, y perdurara, pues no tengo la seguridad de nada, sólo mi sólido e insoportable pasado es lo que me sostiene, ni siquiera los sueños, soñar ya no vale, nunca valió. Es esta realidad que a mí, a todos, nos lleva en el camino correcto, sí, ese que va directo al vacío de todos los males.