Jorge Alberto Rivero Mora
Si lo mexicano es naco y lo mexicano es chido,
entonces, verdad de Dios, todo lo naco es chido
Botellita de Jerez
Parece una situación cotidiana que en reuniones familiares o con amigos las conversaciones se aderecen con el tema de los “gustos culposos musicales”, es decir, aquellas expresiones (géneros, canciones o intérpretes) que a los presentes les resulta vergonzoso admitir que les agradan, muchas veces por pose, o por un afán estéril por esconder dichas preferencias y discriminan a quiénes abiertamente simpatizan con la propuesta que, paradójicamente, los primeros también disfrutan.
En un mundo en el que etiquetamos hasta la fotografías considero que el adjetivar se ha convertido, más allá de un asunto de definición y de una actividad para designar a la otredad, en un mecanismo de agresión e intolerancia para describir peyorativa y despectivamente lo diferente o lo que no es valorado o reconocido.
No es asunto mío que el lector asuma sus “gustos musicales culposos” y los deje en meros “gustos musicales”, porque la culpa o la vergüenza de lo que prefiera cada quien es un asunto personal, pero sí señalar que lejos de la intolerancia debemos estar abiertos a conocer cualquier propuesta sin miradas discriminatorias o prejuiciosas, y simplemente dejarnos llevar por lo que la interpretación o género despierte en el escucha y entonces sí, señalar, si dicha oferta musical nos agrada o no.
En este sentido y aprovechando que el pasado 27 de marzo, se cumplió una década de la muerte de Rigo Tovar (1946-2005) y que el pasado domingo 29 de marzo, este singular canta-autor hubiese cumplido 69 años de edad, quiero detenerme en algunas vetas de análisis de su figura, como un fenómeno notable de nuestra cultura popular y reparar también cómo en varios momentos de su carrera fue apreciado con notable intransigencia.
Rigoberto Tovar García nació el 29 de marzo de 1946, en Matamoros, Tamaulipas, (cuna de Jaime López, por cierto otro gran exponente de la música popular) con todas la ventajas y desventajas que implican vivir en una ciudad fronteriza, pero con el notable rasgo de vivir en un espacio propicio para el diálogo e hibridación cultural. Rigo Tovar entonces, se convirtió en un fenómeno sociológico de gran impacto y uno de nuestros íconos populares con mayor arrastre, aunque muchos de sus detractores hicieron de su figura la encarnación de “mal gusto” y la representación del adjetivo Naco, por su manera de vestir, hablar y expresarse musicalmente.
El escritor Carlos Monsiváis, en numerosos ensayos y entrevistas y con su particular estilo narrativo, subrayó que en la definición del Naco permeó una fuerte connotación clasista y racista de algunos sectores para describir el mal gusto, lo “corriente” o lo vulgar (como en su momento atinadamente plasmó Abel Quezada para burlarse de este adjetivo) y advirtió que desde los años setenta, Rigo Tovar fue estigmatizado de manera agresiva como el Naco arquetípico, por su tez morena, su baja estatura, sus lentes oscuros, su larga melena, sus canciones y ritmo musical, sus estrafalarios trajes; su acento norteño y su marcada timidez.
Basta recordar que en la época dominante de Raúl Velasco, el creador y destructor de carreras artísticas de la empresa Televisa, con su soberbia característica y sin contemplaciones le aseguró a Rigo Tovar que jamás triunfaría “porque eres demasiado naco”. como evocó el escritor Fabrizio Mejía Madrid. El vaticinio de Velasco se quedó en eso, en un disparate del tamaño de su prepotencia y para molestia suya Rigo Tovar se convirtió en un personaje cuyo arraigo entre sus seguidores cimentaron su leyenda.
En esta dirección, en la carrera de Rigo se sazonaron diversos ingredientes con los que se forja un ídolo popular: cuna humilde y familia numerosa; estudios básicos; contacto con la música de manera fortuita; migrante en las ciudades estadounidenses de Brownsville y Houston Texas en donde trabajó en varios oficios como albañil, carpintero, tapicero, lijador, troquelador y soldador (esta última labor le provocó retinitis pigmentosa que deterioró su salud visual); mesero, barman y músico ocasional en el Panamerican Night Club (lugar clave en su carrera musical).
Si la idolatría popular se mide en historias de perseverancia y lucha en contra de adversidades, en mayúsculos carismas, en carreras refulgentes, en excesos y extravagancias, en el abuso de vividores, en la caída gradual de una trayectoria artística exitosa y en muertes escandalosas, Rigo Tovar cumple con todas estas características.
Así, en la misma línea de la idolatría popular de personajes como Pedro Infante, Rigo Tovar y su grupo Costa Azul, encontraron en la música grupera y tropical un camino de exploración e inventiva que le dieron un soporte melódico único a sus ingeniosas composiciones al incorporar instrumentos acústicos en combinación con aparatos modernos (sintetizadores, guitarras, bajo y batería eléctricas).
Poco se sabe del gran amor de Rigo Tovar hacia la música clásica (Frédéric Chopin, Joseph Haydn, Johan Strauss, Giuseppe Verdi y Gioacchino Rossini, compositores que escuchaba con asiduidad); su enorme gusto por el género del rock del cual extrajo muchas variantes musicales e influencias en su particular indumentaria (admiraba a Elvis Presley, The Beatles, Ray Charles, Black Sabbath, Queen y Scorpions) así como su afición por otros idiomas (su dominio del inglés y sus conocimientos de italiano y francés).
Definir a Rigo Tovar puede ser complejo pero hay cifras y datos que son contundentes: 25 millones de discos vendidos; 27 discos grabados, centenares de clubes de fans; giras exitosas en México, Estados Unidos y Latinoamérica; un documental y películas (dirigidas ¿Quién lo creyera? por Felipe Cazals); convocar a más espectadores en la ciudad de Monterrey que el propio Papa Juan Pablo II; alquilar, en 1977, los legendarios estudios Abbey Road para grabar su disco Dos tardes de mi vida; incursionar en distintos géneros musicales: bolero, cumbia, rock, balada, heavy metal, cha cha cha, norteñas, música texana, chicanas, arreglos sinfónicos, banda sinaloense; etcétera.
Cabe señalar que en los años setenta, en plena satanización del rock como expresión juvenil y su refugio en los hoyos fonquis para expresarse, Rigo Tovar fue pionero de los grandes conciertos masivos o bailes populares (con asistencia promedio de 35 mil espectadores) que tanto asustaron a los gobiernos de los años setenta y ochenta, y en este panorama Rigo Tovar fue la encarnación híbrida del rockstar que tenía el control del escenario, con bailes, saltos de alegría y paradójicamente, una timidez desconcertante.
Así, del modesto “milusos” que tuvo que cruzar la frontera por un futuro más halagüeño, sólo quedó la dolorosa enfermedad visual que lo acompañó el resto de sus días, y ya en pleno auge de su popularidad, el pegajoso nombre artístico de Rigo Tovar trascendió al silogismo que lo inmortalizó: Si el amor es ciego, por lógica “Rigo es amor”, además de ser conocido y publicitado como “El ídolo de las multitudes”; “La leyenda de la música grupera”; “El hijo predilecto de Houston”; o El inmortal sirenito”.
La vida es aquello que va sucediendo mientras estás ocupado haciendo otros planes” afirmó con sensatez John Lennon y quién mejor que Rigo Tovar, uno de sus admiradores, para llevar al máximo esa premisa. Hace dos lustros partió Rigo Tovar, en medio de un aparente olvido y múltiples padecimientos físicos, pero como sucede con otras figuras de su magnitud, tras su muerte, su legado y trayectoria se resignifican y ofrecen nuevas lecturas dignas de ser examinadas en distintos horizontes: sociológico, histórico o historiográfico, ya que en mi opinión, Rigo Tovar, como muchos íconos dela cultura popular poco valorados, es un gran personaje por explorar.