Jorge Alberto Rivero Mora

La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer

Bertolt Brecht

La cobarde agresión de grupos porriles (con palos, piedras, bombas molotov y armas punzocortantes) en contra de estudiantes de distintos planteles de diversos bachilleratos de la UNAM que ejercían su derecho de manifestación y de libertad de expresión en Ciudad Universitaria, para denunciar una serie de situaciones anómalas que deben ser solucionadas y no normalizadas (abusos de poder en el CCH Azcapotzalco; el asesinato atroz de Miranda Mendoza, alumna del CCH Oriente en Iztapalapa; la violación de Amelia, estudiante de FES Acatlán el 16 de agosto pasado en las cercanías de la Facultad; entre otros asuntos de gravedad) ponen de manera abrupta a la institución en una severa crisis, precisamente a medio siglo del movimiento estudiantil de 1968, quizás el hito histórico más importante de las últimas cinco décadas en nuestro país.[1]

En este inadmisible contexto, considero que la comunidad unamita ya está cansada de escuetos pronunciamientos oficiales de las autoridades que condenan enérgicamente los hechos indignantes antes citados, pero que poco hacen para desarticular a los grupos porriles que han cumplido durante décadas la detestable función de atemorizar y violentar a la comunidad universitaria y que han favorecido intereses políticos, muy lejanos a los académicos o estudiantiles.

Y es que a medio siglo de la violencia criminal y cobarde de 1968 en contra del movimiento estudiantil de aquel aciago año, hoy en día somos testigos que la temporalidad es muy relativa y que la violencia como forma de acción para silenciar la voz de los estudiantes sigue vigente, con la complicidad u omisión de las autoridades, por ejemplo, se debe destacar que la represión al mitin estudiantil del día de ayer se llevó a cabo a unos metros de Rectoría General con la notable ausencia de “Auxilio UNAM” para frenar la violencia porril (incluso se ha vinculado a Teófilo Licona, coordinador de dicha instancia, en los hechos violentos).

Hoy en día que toda situación se mediatiza (para bien y para mal) afortunadamente se ha podido rastrear, en las numerosas fotografías que se han viralizado, a los ejecutores de la violencia cobarde para que se actúe en consecuencia, pero falta resolver la asignatura histórica de enfrentar y desarticular de una vez por todas a los promotores de la misma: a los que por años han organizado y financiado grupos porriles que han deteriorado la sana vida universitaria. La anterior, no es una exigencia actual sino que es una demanda de muchos lustros y las autoridades, lejos de atender esta exigencia, la minimiza; y en lugar de cortar de tajo con estos grupos de choque se les sigue beneficiando con financiamiento e impunidad.

En este contexto, nuevamente (y como siempre) son los estudiantes de los distintos espacios de la UNAM los que toman el toro por los cuernos y se han activado con celeridad para denunciar esta terrible descomposición a través de masivas asambleas, por medio de marchas, mítines y paros de actividades, en tanto, mecanismos de protesta legítimos que deben obligar a las autoridades universitarias a hacer su trabajo, el principal: garantizar la seguridad de su comunidad y no violentar a la misma.

El contexto actual de relevo presidencial, aunado a los distintos intereses políticos de diferentes fuerzas partidistas al interior de la UNAM, complejizan más el tema y es un tópico que valdría la pena analizarse, pero más allá de este contexto político coyuntural resulta urgente que las autoridades de la Máxima Casa de Estudios (en sus diversas instancias) además de pronunciarse enérgicamente en contra de la violencia y de los ataques cotidianos a los que la comunidad estudiantil se enfrenta día con día al interior y exterior de sus instalaciones (especialmente las mujeres, que literalmente acuden a sus actividades con una nociva sensación de vulnerabilidad y miedo) hagan caso a su comunidad y actúen de manera expedita y definitiva acabar de una vez por todas con estos colectivos ilegales que violentan y laceran a la Institución de diversas maneras.

Asimismo, en un acto de elemental justicia es prioritario que la Universidad esté cercana y apoye a las víctimas de los actos violentos del día de ayer (algunos heridos de gravedad con armas punzocortantes), pero también asista y respalde a la estudiante Amelia de la FES Acatlán, así como a la familia de Miranda Mendoza, del CCH Oriente. Pero también resulta urgente que la UNAM invierta en infraestructura que ofrezca mayor seguridad a su comunidad: por citar dos ejemplos: la inserción de Pumabuses en lugares cercanos a los CCH, ENP y Facultades de Estudios Superiores; así como mejor y más eficiente alumbrado en las mismas, etcétera.

Hace medio siglo el movimiento estudiantil fue cortado de tajo por la violencia criminal del régimen priísta, pero en este ambiente intimidatorio y de persecución la comunidad de la UNAM encontró en su entonces rector, el Ing. Javier Barros Sierra a un apoyo invaluable, a un referente congruente que se opuso con valentía a esta “lógica ilógica” del abuso del poder y de la violencia institucionalizada. Hoy en día nuevamente los estudiantes, como siempre, están a la vanguardia y ponen el ejemplo, pero lamentablemente también las víctimas ¿Y las autoridades? ¿Hasta cuándo estarán a la altura de su circunstancia histórica y enfrentarán estas ofensivas inercias?

[1] Las imágenes del artículo son de la autoría de María Luisa Severiano y Alfredo Martínez (La Jornada).