Jorge Alberto Rivero Mora
En términos de transición política, la toma de posesión del Presidente Andrés Manuel López Obrador, el pasado 1° de diciembre, se convirtió en un hito histórico al romper la hegemonía, en materia de gobierno federal, del PRI y del PAN, dos fuerzas partidistas que desde los años ochenta a la fecha se aliaron y beneficiaron del cambio de modelo económico neoliberal, cuyos efectos devastadores desalentaron cualquier signo de bienestar para la mayoría de los mexicanos.
En este periodo, en 1987, la designación de Carlos Salinas como candidato presidencial del PRI, provocó una escisión al interior de dicho partido, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez. Debido al poco carisma del candidato priísta y del hondo peso simbólico del hijo del Gral. Lázaro Cárdenas, las reñidas elecciones del 6 de julio de 1988 pasaron a la historia como uno de los comicios presidenciales más sucios de la historia de México tras la “caída del sistema” como denominó al fraude electoral el entonces Secretario de Gobernación salinista Manuel Bartlett (quién a pesar de ese oscuro pasado actualmente es uno de los políticos más cercanos al Presidente López Obrador).
El fraude electoral de 1988, tuvo numerosas consecuencias pero una de ellas sería trascendental en el devenir de nuestro país: la renuncia al PRI del estado de Tabasco de quien fuera su presidente estatal, el entonces joven Andrés Manuel López Obrador, carismático personaje quién al cobijo de Cuauhtémoc Cárdenas y tras una larga lucha supo abrirse paso como una figura opositora relevante en el escenario político nacional al defender como nadie asuntos de interés nacional pero también con la dirección de cargos de gran responsabilidad: candidato del PRD a la gubernatura de Tabasco, en 1994; presidente de dicho partido político en 1996; Jefe de gobierno de la Ciudad de México en el 2000, y candidato presidencial en 2006, 2012 y 2018.
En 2006, tras un vergonzoso proceso de desafuero gestado por sus adversarios políticos (“la mafia en el poder”) AMLO fue derrotado en unos polémicos, por decir lo menos, comicios, que le dieron (con menos de un punto porcentual de ventaja) el triunfo al candidato de la derecha, Felipe Calderón, cuyo gobierno estuvo manchado por la ilegitimidad de «ganar» los comicios “haiga sido como haiga sido” y por desaprobación generalizada de la ciudadanía por su ineficaz “guerra” al narcotráfico que enlutó a miles de hogares a lo largo y ancho del país.
En este adverso horizonte, de 2006 a 2018, AMLO, supo resistir los ataques permanentes de sus adversarios y desde la trinchera de la oposición permanente, el tabasqueño supo reconstruirse como figura opositora y para ello rompió con el PRD de «los chuchos» y gestó un interesante y exitoso movimiento político sumiso a su figura (MORENA), lo que aunado al pésimo gobierno de Enrique Peña Nieto, contribuyó a la ascensión de López Obrador a la presidencia de la República, Qué era una meta que por fin cristalizó el político tabasqueño después de décadas de lucha al tomar la estafeta de su mentor Cuauhtémoc Cárdenas.
En este largo derrotero, de 1988 a la fecha, ya sea como dirigente opositor, Jefe de Gobierno o Presidente de la República, hemos apreciado como Andrés Manuel López Obrador es, ha sido y será un singular político que genera fobias y filias, y en este panorama, más allá de los errores y aciertos existentes en su carismático liderazgo; o de los virulentos ataques de sus detractores (quizás solamente Benito Juárez y Francisco I. Madero padecieron tantos ataques infundados como AMLO); o del planteamiento de posibles escenarios de lo que podría suceder a corto plazo con su gobierno; lo cierto es que el fenómeno político de AMLO refleja con claridad la vigencia de una polarización que se fraguó desde las elecciones de 2006 en torno al obradorismo y al anti obradorismo y que hoy en día es palpable.
Como sabemos, la crítica siempre es sana y propositiva si ésta se hace con responsabilidad, desde una postura racional y sin apasionamientos, pero me parece que esta polarización exacerbada (Chairos vs Fifís) se incuba no sólo por las agresiones de los adversarios de AMLO sino también por los excesos triunfalistas de los obradoristas que cometen los mis errores (verbigracia los exabruptos vulgares y pendencieros de Paco Ignacio Taibo II en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara) y en este patético escenario los obradoristas y los anti obradoristas deberían entender que en la realidad existen matices y que en nada contribuye esa confrontación estéril que dificulta las convivencias política y ciudadana.
Cierto que existen aspectos muy cuestionables en AMLO, como su tendencia a adjetivar despectivamente a sus opositores (Pirrurris o Fifís); o la ausencia de democracia interna en su espacios políticos; o el culto a la personalidad que promueve; o sus polémicas decisiones (por ejemplo: las consultas ciudadanas a modo); o su forma de entender la realidad del país; o su cercanía con personajes de dudosa integridad o capacidad; pero más allá de estos puntos criticables, me parecen tendenciosos y de mala fe los ataques que distintos sectores de la población (en diversos espacios de comunicación), hacen en contra de AMLO desde un discurso discriminatorio (clasista y racista) que incentiva la violencia verbal que puede derivar en la violencia física.
Por lo anterior me parece sano que en el discurso de toma de posesión del Presidente López Obrador y no obstante algunos puntos debatibles (como el perdón a la «mafia del poder» u omitir el tema del narcotráfico y del crimen organizado), rescato su retórica sensata, enérgica y convincente, para exhibir (en la misma cara desencajada del presidente saliente) el contundente fracaso de un modelo económico voraz, injusto y catastrófico, así como la imperiosa necesidad de la construcción de un porvenir diferente al que nos acostumbraron los gobiernos del PRI y del PAN.
Tal como diagnosticó AMLO en su discurso de toma de posesión, la situación actual del país es desoladora y lamentable y por ello los retos de su gobierno y de la sociedad civil en su conjunto son múltiples y apremiantes, pero ojalá que AMLO, desde una mirada plural, incluyente y conciliadora, recupere la fortaleza y la dignidad de un país que merece un mejor presente y futuro.
En este momento, tal como ha insistido el presidente López Obrador, se necesitan transformaciones en las prácticas culturales para hacer de la transparencia, la rendición de cuentas y la lucha contra la impunidad una herramienta constante y no excepcional en las esferas de las sociedades política (Estado) y civil mexicanas. Es decir, esta responsabilidad no es de un solo hombre y de su gobierno sino que debe ser un compromiso compartido por cada ciudadano desde su particular trinchera.
Hoy en día la ciudadanía debe tener muy presente que su participación en la arena política no se reduce al ejercicio de su sufragio, sino también implica participar activamente en la toma de decisiones que le incumbe. Es decir, se necesita replantear y reconstruir el espacio público en un contexto en que la sociedad política ha descuidado tanto su quehacer, que la realidad se presenta adversa, incierta y contingente.
Por lo antes citado instituciones que han sido cuestionadas por el propio Presidente de la República López Obrador, como el Instituto Nacional Electoral (IFE), la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), el Ejército, la Secretaría de Función Pública (SFP), deberán fortalecerse para dotar de credibilidad y certidumbre a un gobierno que se asume como un referente moral y como el ejecutor de una ambiciosa e histórica Cuarta Transformación; que debe combatir injusticias básicas no resueltas que mantienen abierto un doloroso pasado.
Ese es el reto de AMLO y de su gobierno y ojalá que nuestro Presidente y su equipo estén a la altura de la circunstancia histórica que les tocó asumir pero también es muy importante subrayar que esta es una tarea colectiva y también como ciudadanía nos toca participar e incidir en la edificación de un futuro más halagüeño.