La historia del cine mexicano ha sido la acumulación de basura estética, el desperdicio, la voracidad económica, la defensa de los intereses  más reaccionarios, la despolitización, el sexismo… Y también, a pesar de todo, supo describir enriquecedoramente la realidad

Carlos Monsiváis

En mi anterior colaboración aludí a un aspecto poco examinado en la historia de la época de oro del cine de oro: la intervención en dicha industria (abierta o veladamente) de los presidentes Lázaro Cárdenas (1934-1940), Manuel Ávila Camacho (1940-1946) y de Miguel Alemán Valdés (1946-1952) que fueron determinantes en el rumbo de la cinematografía mexicana.

Ahora bien, más allá de lo cuestionable de la acepción, la llamada época de oro del cine nacional fue la etapa más fecunda, tanto por el número de obras cinematográficas de distintos formatos y géneros, como por la gestación de relevantes figuras protagónicas que encabezaron los filmes, así como la consolidación de importantes directores: Emilio Fernández, Julio Bracho, Luis Buñuel, Roberto Gavaldón, Alejandro Galindo, Ismael Rodríguez o Gilberto Martínez Solares.1indio

Basado en una emulación al modelo estadounidense, con diferentes estereotipos y producciones fastuosas, México se convirtió en “La Meca” del cine latinoamericano de 1936 a 1955,  e hizo de una incipiente actividad una industria muy rentable en términos económicos, debido principalmente a la contracción del cine internacional por conflictos bélicos como la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil Española.

El cine mexicano entonces imitó el modelo estadounidense con técnicas, estrategias de mercado, casas productoras, distribuidoras e incluso premiaciones (por ejemplo la presea Ariel de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas, fundada en 1946, fue creada muy a la usanza del premio Oscar estadounidense); u órganos de censura (La Liga de la Decencia y el Departamento de Censura Cinematográfica).arielestatuilla

Sin embargo, más allá de la imitación de modelos externos, el cine nacional se caracterizó por la incidencia y apoyos que el aparato gubernamental ofreció. Así por ejemplo, el presidente Cárdenas decretó en 1939, que los exhibidores estaban obligados a poner en cartelera al menos una película mexicana y fundó el Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad (DAPP), organismo que sin estar ajeno a polémica y disputas, fue creado específicamente para potencializar el mensaje agrarista y nacionalista del gobierno.

En este escenario, destacan la película Raíces (1934) de Emilio Gómez Muriel y Fred Zinnemann, o la gran trilogía de Fernando de Fuentes, El compadre Mendoza (1933), El prisionero 13 (1933) y Vámonos con Pancho Villa (1935), incluso el investigador Álvaro Vázquez apunta que el gobierno cardenista prestó tropas militares para la recreación fílmica de las escaramuzas (Álvaro Vázquez, “Encuadre a la Revolución Mexicana”, en el Fascículo mensual Proceso Bi-centenario, Núm. 13, México, abril de 2010, pp. 26-34).

Más adelante, durante el sexenio de Manuel Ávila Camacho (1940-1946), desde una falaz  política de “Unidad Nacional” y del gradual tránsito del México rural al urbano, el cine vivió un auge notable en incentivos económicos y financiamiento del gobierno a través del Banco Cinematográfico. No obstante estas medidas proteccionistas, el cine nacional, paradójicamente, también aprendió a convivir con las políticas internacionales del gobierno estadounidense, que incluso abarcaron el espacio fílmico mexicano.

Y es que Estados Unidos, utilizó en nuestro país una estrategia de soporte propagandístico para toda América latina, a través de la ideología del Panamericanismo, que, además de neutralizar la posible influencia de los países del Eje en el continente americano, también posicionó los intereses económicos estadounidense en dicha región, a través de la generación y difusión de absurdos estereotipos que promovían la “hermandad” americana (basta citar la película Los tres caballeros (1944), de Walt Disney).

Pronto,  Ávila Camacho dejó de respaldar el cine de contenido social y durante su gobierno abundó un cine nacionalista, rural, conservador y muy moralizante que se convirtió en un instrumento de propaganda que construyó imágenes falaces de la identidad mexicana, incluso desde roles de género (tal como sucedió en las películas de Emilio Fernández de aquellos años, tema en el cual ahondé en colaboraciones pasadas).

Asimismo, en este sexenio, el auge sindical de la industria cinematográfica llegó a su clímax, cuando importantes figuras como Jorge Negrete, Mario Moreno Cantinflas y Gabriel Figueroa, encabezaron a mediados de los años cuarenta, un importante movimiento disidente del gansteril Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC) y resistieron los esfuerzos intimidatorios y violentos del corporativismo de la época.

Más adelante con Miguel Alemán  (1946-1952) nuestro país construyó una idea ―más retórica que real― de una “modernidad” que niega la tradición y el rezago y, en términos de Don Daniel Cosío Villegas, su estilo personal de gobernar se tradujo en tráfico de influencias y corrupción en distintos campos, incluido el cinematográfico, que estimuló la gestación de vergonzosos monopolios (como el edificado por el empresario estadounidense William Jenkins, junto con Guillermo Alarcón y Manuel Espinoza Yglesias quienes acapararon el 80% de la distribución de las películas nacionales) y que solamente el director Miguel Contreras y el gran escritor José Revueltas se atrevieron a denunciar.

También se expresó en el favoritismo hacia ciertos productores que fueron beneficiados con créditos de Banco Cinematográfico; en el perfil caciquil del STIC; o en la creación de productoras fílmicas “al vapor” como la empresa Televoz, capricho de Miguel Alemán Velasco, primogénito del entonces presidente, quien se asoció con David Negrete, hermano y representante del líder de la ANDA, Jorge Negrete (la película más célebre que produjeron fue Dos tipos de cuidado (1952), de Ismael Rodríguez). 

Poco a poco, en el sexenio alemanista y con el fin de la Segunda Guerra Mundial, para los productores el cine nacionalista dejó de ser funcional y pronto incubaron una idea de “modernidad” que se reflejó en cintas cuyas tramas se ambientaron en el medio urbano y de arrabal, con bailes y música de moda (mambo, chachachá, danzón) y protagonizadas por hombres y mujeres de la vida nocturna (prostitutas, rumberas o maleantes citadinos), o en su defecto por personajes estereotipados que transmitían al espectador una mentalidad conformista respecto a las condiciones de pobreza imperantes.

Cabe subrayar, que si bien hubo directores que en el alemanismo elaboraron cintas muy taquilleras que dulcificaron las condiciones de pobreza como Ismael Rodríguez, con su famosa trilogía Nosotros los pobres (1947), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1952), también existieron notables excepciones como El rey del barrio (1949) de Gilberto Martínez Solares, o Los olvidados (1950), de Luis Buñuel que mostraron con toda su crudeza las adversidades de los barrios bajos urbanos.

Por lo anterior, puedo afirmar que la época de oro del cine nacional, si bien fue un periodo pródigo en la elaboración de películas, edificación de foros cinematográficos, generación de un Star System o Sistema de estrellas fílmica que redituó en importantes ganancias económicas, también alimentó prácticas nocivas que fueron determinantes en el derrotero de la mitificada época de oro del cine nacional, periodo que acabaría a mediados de los años cincuenta tras agotarse un modelo muy exitoso como el antes analizado.