La verdad es que cuesta trabajo aclimatarse al hambre.
Y aunque digan que el hambre repartida entre muchos
toca a menos, lo único cierto es que todos aquí estamos
a medio morir y no tenemos ni siquiera dónde caernos muertos.
Según parece ya nos viene de a derecho la de malas…
Juan Rulfo
Desde mi punto de vista, en México, existen tres autores cuya brevedad de su obra es directamente proporcional a la magnitud de su legado: el incomparable y genial Juan Rulfo (Pedro Páramo y El llano en llamas); la polifacética y poco valorada Josefina Vicens (Los años falsos y El libro vacío) y el talentoso y provocador Rubén Gámez (La fórmula secreta y Tequila). Los dos primeros desde el universo literario (aunque con hondas repercusiones cinematográficas) y Gámez desde el espacio fílmico ―aunque con el soporte de la literatura―.
Precisamente quiero detenerme en este último autor, que por su arriesgada y crítica propuesta fílmica es considerado todo un clásico del cine mexicano.[1] Sucintamente, Rubén Gámez nació en Cananea, Sonora, en 1928. Gran apasionado de la música, del cine y la fotografía estudió esta última en Estados Unidos. A su regreso a México y tras laborar como fotógrafo publicitario, se convirtió en un notable documentalista ―destaca su trabajo Magueyes (1962), que fue exhibido como proemio de la película Viridiana de Luis Buñuel, en diversos festivales europeos (Cannes, Sestri Levante y Mannheim).
En 1964, debido a la palpable e irreversible crisis del cine nacional, el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC) convocó al Primer Concurso de Cine Experimental, que Gámez ganó con La fórmula secreta o Coca Cola en la sangre, porque en palabras del director “fui el único que se tomó en serio eso de experimental”.[2]
Con el paso del tiempo La fórmula secreta fue considerada una de las mejores películas del cine nacional por su narrativa provocadora, experimental y por contar con un conmovedor poema de Juan Rulfo ―declamado por el aún poco reconocido Jaime Sabines―. Cito a Gámez:
(…) Es difícil contar el argumento porque la película no lo tiene: consta de una serie de secuencias encadenadas pero que no dicen nada en concreto. De alguna manera yo quería denunciar con ella al pueblo, no al gobierno ni al sistema sino a nuestro pueblo “agachón”… Eso quise denunciar, a la masa informe que va a seguir comiendo raíces y yerbas y va a seguir subsistiendo, un pueblo dormido que tolera a estos gobiernos déspotas que tenemos. Un pueblo dormido que no sólo tiene conciencia política sino que no tiene conciencia de nada.[3]
De esta manera, con un fuerte tono de denuncia, irreverente y desmitificador, Gámez fusiona, encima y entrecruza fuertes imágenes sumamente insurrectas para perturbar al público. Algunos ejemplos: la sombra de un ave de mal agüero que da vueltas en el Zócalo capitalino (y que parece advertir de las crisis, represiones y autoritarismos que están por venir); el fracaso del régimen priísta y su ideología revolucionaria con charros (o “charrismos”) que lazan burócratas en las calles de la ciudad de México o devoran ansiosos una larga cuerda de longaniza (en esa época se decía, de broma, que en México había tanta abundancia que los perros se amarraban con longaniza); un río de campesinos cuyos cuerpos inertes siguen un cauce de arena tan árida como sus propias vidas; o la identidad del mexicano que se trastoca por el consumismo capitalista y que Gámez metaforiza en una transfusión del líquido negro de una Coca Cola.
La fórmula secreta es una cinta fuerte, perturbadora, efectista a veces, pero que en términos estéticos es, si se me permite el término, un poema de imágenes y los discursos que confluyen se complementan a la perfección con el ritmo narrativo del filme, por ejemplo la música de fondo de Vivaldi y Stravinski con la serie de enérgicas imágenes que emiten un discurso de permanente conformidad de un pueblo vejado, pero a la vez subrayan el malestar del director y su deseo por despertar a una sociedad subyugada.
Sin embargo, lo que más sobresale para mi gusto, es el inolvidable poema escrito por el ya consagrado y hermético Juan Rulfo, quien salió de su voluntario silencio para legar uno de sus textos más inolvidables. En el filme Rulfo (con la voz de Sabines) realizará una operación a la inversa, es decir, con sus palabras, ilustrara y adicionara de nuevos sentidos, lo que las imágenes por sí solas ya proyectaban. Por falta de recursos el filme pudo terminarse como mediometraje, y tras cosechar efímeros triunfos, la cinta, que ahora es un clásico del cine nacional, tristemente es muy poco conocida.
Más adelante y refugiado en sus proyectos publicitarios y comerciales, Gámez, en pleno contexto salinista por fin realizó su opera prima Tequila (1992) hasta que cansado y sin la pasión por el cine de décadas atrás, Rubén Gámez murió el 3 de octubre de 2002.
En resumen, la extensa pero fructífera odisea de Gámez, es uno más de los tristes casos de un talento fílmico desperdiciado debido a la ausencia de recursos económicos y oportunidades. Pero más allá de estas vicisitudes propias de un país que apoya más lo banal que lo esencial, la sólida obra de Gámez permanecerá intacta como una de las propuesta de cine mexicano de arte más importantes de toda su historia ya que, con el paso de los años, como suele suceder con obra de tal manufactura, La fórmula secreta, se le hallarán más virtudes y con ellas nuevos resignificados, que es la invitación que hago atentamente a mis amables lectores.
[1] Ficha Técnica: Producción: Salvador López. Dirección, Guion y Fotografía: Rubén Gámez, Texto: Juan Rulfo, Fotografía (blanco y negro), Música: Antonio Vivaldi, Igor Stravinski y Leonardo Velásquez. Edición: Rubén Gámez y Daniel Rubio. Voz: Jaime Sabines. Intérpretes: Pilar Islas, José Castillo, José Tirado. Duración: 42 min
[2] Raquel Peguero, “’Perdí la pasión por el cine: Rubén Gámez’”, en Humo en los ojos, México, Conaculta, 2004, p. 289.
[3] Rubén Gámez, “La fórmula secreta”, en Artes de México (Revisión del cine mexicano), México, Número 10, 1990, p. 42.