Jorge Alberto Rivero Mora
Vivimos en un espacio, pero habitamos en una memoria
José Saramago
Como he señalado en anteriores colaboraciones, todo discurso fílmico irradia un cúmulo de posibilidades de análisis acerca de la realidad histórica de una época. En este horizonte, durante gran parte del siglo pasado, el discurso nacionalista y oficialista del régimen se vertió en numerosas películas o discursos de directores consagrados o principiantes, por ejemplo, Rio escondido (1947) de Emilio Indio Fernández, o las películas de Mario Moreno Cantinflas de las décadas de los sesenta y setenta, dirigidas por Miguel M. Delgado.
Lo anterior, se relaciona con el afianzamiento del régimen nacionalista revolucionario (PNR, PRM y PRI) tras la coyuntura armada de 1910, ya que dicho aparato gubernamental tuvo la necesidad de construirse un porvenir con una identidad de corte nacionalista que fue ampliamente difundida por los aparatos ideológicos del Estado (medios de comunicación, Iglesia, instancias educativas).[1]
Así, dicha ideología nacionalista revolucionaria, gestó una serie de estereotipos de lo mexicano (el charro y la china poblana, por ejemplo) que se difundieron en distintas vertientes del arte y en los medios de comunicación masivos, lo que alimentó un discurso hueco y con visos de agotamiento, de una identidad nacional sustentada en una romántica y falaz “unidad nacional”.
En este panorama cultural, durante el periodo de los años treinta y cuarenta, se empezaron a edificar películas campiranas ―que representaron al espacio rural como el sitio utópico del “ser” mexicano, que resguardaba los valores morales, las buenas costumbres y la familia―. Por citar algunos ejemplos: Allá en el rancho grande (1936), de Fernando de Fuentes; María Candelaria (1943) de Emilio Indio Fernández; o Los tres García (1946) de Ismael Rodríguez.
Para el periodo alemanista, con el tránsito gradual del México rural al urbano, en el cine nacional las películas campiranas comenzaron a ser desplazadas por crudas historias ambientadas en la ciudad, por ejemplo: Los olvidados (1950) de Luis Buñuel; o el espacio urbano ahora como la sede del pecado (cabareteras, “cinturitas”, marginados, etcétera), como se puede apreciar en filmes como Salón México (1948) y Víctimas del pecado (1950) de Emilio Indio Fernández.
Así, el espacio fílmico mexicano ―otrora rural― se desdobla y la ciudad cobrará protagonismo y operará como el escenario en el que desarrollan sus tramas ―melodramáticas o cómicas― importantes mancuernas del cine nacional: Ismael Rodríguez y Pedro Infante; Miguel Delgado y Mario Moreno Cantinflas; Gilberto Martínez Solares y Germán Valdés Tin Tan; o Alejandro Galindo y David Silva.
Lo antes citado nos muestra cómo las películas ofrecen diferentes representaciones del espacio y del tiempo e incluso cómo contribuyen en la construcción de imaginarios o de visiones del mundo. Michel de Certeau, en su interesante texto La invención de lo cotidiano. Artes de hacer, alimenta el debate en torno a la ciudad como un fragmento de espacialidad en que se construyen y reconfiguran prácticas de apropiación (tanto de los emisores como de los receptores).[2]
En el caso de la emisión del discurso quiero poner como ejemplo la intencionalidad del director Ismael Rodríguez, para magnificar la modernidad de la urbe en una escena climática de la película Ustedes los ricos (1948); pero también quiero destacar cómo directores de la genialidad de Luis Buñuel, lejos de congraciarse con el régimen priísta, expuso con crudeza -en Los olvidados (1950)-, que en la demagógica modernización alemanista, que se vanagloriaba de avances económicos, expresados en hospitales o multifamiliares en construcción, los menores de edad se mataban entre sí y delinquían para malvivir en ese espejismo de bonanza.
En esta misma película, el andar desafiante de el protagonista, El jaibo (Roberto Cobo) en Los Olvidados, por el Eje central de la ciudad de México, es otra forma de apropiación o relectura del espacio urbano que el director hispano proyecta. En dicho pasaje del filme, El Jaibo, tras escapar de la correccional, asume con una sonrisa de satisfacción su posición de rebeldía y confrontación ante un sistema que lo somete y criminaliza, y que más tarde acabará por exterminarlo. Y es precisamente esta área emblemática de la ciudad de México, conocida y caminada por la mayoría de los lectores, que dicho espacio urbano se vuelve a resignificar desde nuestra particular experiencia de vida en torno a este lugar.
Por otro lado, desde el discurso humorístico, en la película El revoltoso (1951), Germán Valdés Tin Tan, convertido en improvisado hombre mosca, llega a la cumbre de la Catedral Metropolitana de la ciudad de México, pero lo rescatable de este pasaje del filme, es que se despoja de todo sentido religioso a dicho espacio simbólico, para apropiarse de dicho monumento con un sentido lúdico inigualable en el cine nacional.
En la imagen, Tin Tan, maestro del humor, la irreverencia y de la improvisación, detiene su mirada, y observa con temor fingido a una ciudad que se le ofrece en toda su majestuosidad, pero ahora lo curioso es que la Catedral se rinde a Tin Tan, en cada metro que escala de manera chusca.
Finalmente, quiero hacer mención de una película que ilustra con claridad esta reapropiación y relectura que los directores de cine ―emisores centrales de un discurso cinematográfico― construyen para darle al espectador un nuevo viraje al significado o sentido de un espacio urbano como un detonador de lecturas diversas de dicha realidad. Me refiero a la película Temporada de patos (2004) de Fernando Eimbcke.
Más allá de la originalidad de la historia de una película sumamente recomendable; de la excelente fotografía en blanco y negro; o de las convincentes actuaciones de los protagonistas, quiero destacar cómo Eimbcke, utiliza el conjunto habitacional de Tlatelolco ―espacio con un hondo valor simbólico que conlleva el sentido trágico de la matanza del 2 de octubre de 1968, ejecutada por un régimen grotesca y bestialmente autoritario― para cambiarle su sentido luctuoso y solemne y a través de una ágil narrativa convierte a esta parte de la ciudad como un lugar fraternal, lúdico, entretenido, interesante, en la que los jóvenes protagonistas de la cinta, viven su cotidianeidad desde el sentido (i) lógico de lo inesperado.
En fin, son múltiples los ejemplos en el que el análisis de lo espacial, desde la mirada crítica de las ciudades ―como entidades físicas, pero también imaginadas―, se puede desdoblar desde el ámbito cinematográfico. Por ello a través de tramas, personajes y escenarios, los filmes invitan al espectador a adentrarse a una ciudad, no sólo como un espacio geográfico físico, sino también como espacios imaginados, en los que se ven retratados y se reconocen a sí mismos.
En resumen, las ciudades -en tanto espacios urbanos en constante cambio, renovación y movimiento- nos permiten comprobar que la realidad no es unívoca ni estática, sino fragmentaria, conflictiva, compuesta de procesos inacabados, inconclusos y ambiguos, y en la que elementos como las imágenes, las metáforas y las actitudes, nos invitan a reflexionar la historia, la identidad, el olvido y la memoria desde nuevas posturas y no conformarnos con lo supuestamente establecido.
[1] Louis Althusser, Ideología y aparatos ideológicos del Estado, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1974.
[2] Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano. 1 Artes de hacer, México. Universidad Iberoamericana, 1996, pp.103-142 y 221-224.