Aquella noche te veías preciosa. No creí que estuvieras a mi lado. Cuando terminé de limpiar el batidillo, me senté a tu lado y recordaba a Poe y su narración de «El corazón delator». ¡Qué símil situación! Recordaba tus besos, tu aliento, el vaivén de las comisuras de tus labios cuando sonreías por las caras que te hacía porque te amaba. Que me tocaras con tus manos me estremecía. Ahora te miro inerte, y sonrío, porque nunca más volverás a faltarme al respeto. Embarazada de tu «mejor amigo»; ¡qué patético! Mujer, te confieso: seguro que lucirías hermosa esperando un bebé; inefable figura. Amor mío, era necesario que te estrangulara. A Neruda le gustabas cuando callabas, pero a mí me gustabas ausente. Aquella noche te compré chocolates, sí, esos con los que llené tu boca para que ya no sintiera la necesidad de acercarme a sentir tu aliento, mi sosiego. Pudimos haber sido tan felices, pero tu vehemencia y promiscuidad me obligaron a abrir el vientre de donde emanaba tu cariño y tu mentira. Lo tomé con mis manos, y el fruto de tu revolcada con aquel seguía tibio. Calculé, por el tamaño, que me habías engañado más o menos tres meses. Ingeniosa estratagema para esconderlo.

Volví a mirarte a los ojos y te brillaban más que nunca, como nunca más iban a brillar. De verdad que eras hermosa Ana. Me quedé mirándote por horas, porque probablemente no nos íbamos a volver a ver. Cuando llegaron tus padres querían asesinarme tal y como yo lo hice contigo, pero ¿por qué? ¿qué yo te había embarazado? Ni tus padres ni la policía entendieron que yo estaba enamorado. De verdad lamento no haber estado en tu funeral, seguro te hubiera gustado que estuviera presente.

Fui detenido y no sé cuántos años tengo que estar aquí, pero no me importa, porque tú ya no me esperas allá afuera. A veces, cuando todos duermen, yo te extraño.

No agradezcas la epístola, porque era necesario que supieras todo esto, para que no creyeras que no te amé. Ahora aquí, sin ver el sol por más de un mes, pienso en que te maté, y sin duda, volvería a hacerlo.