JORGE ALBERTO RIVERO MORA
A mis hermanos Marcos y Daniel
No existe una escuela que enseñe a vivir.
Charly García
A finales de los ochenta, se consolidó el fenómeno musical y comercial denominado Rock en tu idioma, que alentó la disquera BMG-Ariola, y que no sólo se convirtió en un rentable negocio para esta compañía, sino que posicionó en el gusto juvenil a un cúmulo de grupos que poco tenían de rock y sí bastante de pop ―Hombres G, Duncan Dhu, Nacha Pop o Enanitos verdes― aunque también incluyó a grupos y solistas que ofrecían propuestas letrísticas y musicales más elaboradas como Charly García, Virus, Soda Stereo, Los abuelos de la nada, Radio Futura, Joaquín Sabina, Caifanes, o El Personal que realmente fueron paraísos auditivos para un público juvenil sometido a los dictados “Siempredominguescos” de Raúl Velasco.
Pronto, canciones alternativas, divertidas irreverentes, simbólicas y en ocasiones poéticas, empezaron a gestar, en quien esto escribe, un gusto musical que hasta la fecha permanece. Pero entre toda esta pléyade de artistas, hubo uno que siempre admiré por su estilo, por su propuesta, por su pose exagerada (pero justificada) de súper estrella y por su virtuosismo en su música y letras que lo convierten en uno de los más grandes íconos culturales latinoamericanos del último medio siglo: Charly García.
Recuerdo que a finales de 1989, Charly García vino a México, por primera vez, para ofrecer un concierto en el Auditorio Nacional (sin remodelar), en el contexto falaz de la modernidad salinista.
Por mi corta edad y no estar familiarizado con estos eventos no asistí a ese concierto ―patrocinado por la añorada Rock 101― pero mi hermano sí, y aún recuerdo lo que me pareció exagerada emoción: “Te perdiste de un gran concierto. Charly es de otra galaxia”.
Tuve que esperar diez largos años para que ¡por fin! Charly regresara a nuestro país y ofreciera un recital en el Teatro Metropolitan, el sábado 24 de julio de 1999. Entrar al otrora cine, y esperar el primer acorde fue un lapso que pareció durar otros diez años. Al tomar el escenario por asalto, Charly García, en su faceta de divo y de leyenda, encendió de inmediato a su público, pero tras 40 minutos de su estruendoso inicio, decidió irse para no regresar, ante el asombro de sus músicos y el enojo y desconcierto de sus fanáticos. No lo podía creer y fue tanta mi postración que mi hermano me dijo en tono compasivo y de conocedor: “Ni hablar. Vámonos, ya no regresará”, por lo que un servidor, con la esperanza que sobreviene a la derrota (estado de ánimo que puliré con mi afición cruzazulina) exclamé: “Espérate, tiene que salir”.
Pero Charly ni se compadeció de mis plegarias, ni regresó, por lo que decidimos salir del Teatro, y en ese recorrido presencié escenas tragicómicas en el vestíbulo, por ejemplo, mientras varios argentinos coreaban el nombre de Charly García, otros espectadores que venían de ciudades distantes como Monterrey, Guadalajara o Tampico se unían para entablar una demanda legal por el “fraude” del concierto. Recupero al cronista cultural del diario La Jornada, Pablo Espinosa, quién describió con lujo de detalle el ambiente que privaba en aquella noche:
Los vendedores de suvenires ofrecían: “Llévese su camiseta de Charly García, pa’ que la queme”. ¿Por qué, si todo iba tan bien? Estaba tocando la banda (…) tan a toda madre que era, consideró don Charly Salvador Dalí García, que era ese precisamente el instante de decir “basta, shya, chau”.[1]
Mi hermano, para sacarme de mi estado de negación, con más sapiencia que paciencia, me repitió su lúcida frase: “Vámonos ya. Ni hablar, así es Charly”. Al otro día el caprichoso azar me dio otra oportunidad: Charly se presentaría en el Zócalo capitalino. Mi emoción seguía intacta pese a la surrealista noche anterior, pero mi hermano, más racional que sentimental, decidió no asistir. Así que la fe en mi ídolo, tantas veces caído y resucitado, me llevó a una nueva aventura.
Domingo, 25 de julio de 1999, Zócalo de la ciudad de México, 14 hrs. En un día nublado que amenaza lluvia, el escenario está listo y, con el fondo de la Catedral, sobresale la enorme tarima para este tipo de eventos. No hay mucha gente, lo que me decepciona pero a la vez me congratula porque logro colarme a unos diez metros de distancia del escenario. Mes sitúo junto un grupo de argentinos que en plena levedad de la pachequez, rolan la mota, de mano en mano, mientras corean el nombre de un ídolo que los arraiga con la patria distante y con su identidad firme pero errante.
El viaje inició (literalmente hablando) con el aroma que se asocia con los conciertos masivos, pero a diferencia de la noche anterior Charly García viene en plan de Dios generoso, por lo que escucharlo, verlo y comprobar su genialidad resulta memorable.
De manera expedita, Charly convulsiona el Zócalo con Cerca de la revolución¸ ese himno de rebeldía que vincula lo cotidiano de las relaciones sentimentales con contextos de “pueblos que piden sangre”; y tras esta majestuosa rola, uno a uno desfilan sus grandes éxitos, canciones entrañables que marcan no sólo su particular historia artística, sino toda la historia del rock en español que no se entendería si no se ubica a Charly García como el más sólido de sus pilares, como bien apuntó uno de sus alumnos más avanzados Rodolfo Fito Páez.
En aquella tarde, las frases emblemáticas de sus letras se suceden y las evocaciones de épocas de criminalidad y de esperanza, se materializan con Los Dinosaurios, canción clásica que metaforiza a los militares en el poder con estas bestias prehistóricas, una casta que podía desaparecer impunemente a “la personas que amas, a los cantores de radio o a los que están en los diarios”, pero que olvidan que ellos, los dinosaurios, también van a desaparecer.
O canciones como Promesas en el bidet, que sitúan pactos y juramentos que no podrán cumplirse por la huida permanente en contextos represivos (“Por favor no hagas promesas sobre el bidet. Por favor no me abras más los sobres. Por favor yo te prometo te esperaré si es que paro de correr”). O la rola Pasajera en trance que alude a la mujer que escapa de manera perenne, huyendo del mundo, de la vida, de las certezas, aunque no puede eludir la más obvia, nos dirá Charly: el amor.
Canciones iban y venían y mostraban a un Charly García con pleno dominio del escenario, de los instrumentos, de sus músicos ―sobresale la excelsa y hermosa guitarrista María Gabriela Epumer, quien morirá cuatro años más tarde― del incondicional público que no deja de aclamarlo como enuncia su célebre rola Cuando ya me empiece a quedar solo (de su etapa con Nito Mestre y Sui Generis) con ese “rumor de voces que le gritan y un millón de manos que le aplauden”. Pero el virtuosismo de Charly se mantiene en su cúspide, por lo que debemos mantener alertas los sentidos:
Era tal el éxtasis que tenía presa y liberada el alma de maese Charly que en el momento en que arte, ciencia, artesanado, cambiaba súbito el compás, el tono, el ritmo y sus dos valquirias (la requintista, la saxofonista) se adelantaban al proscenio en una explosión de riffs enardecidos, que Charly García desde la fila de teclados que lo coronaban gritó, lleno de placer: “¡Esto es rocanrol, no jodan!”, lo cual traducido al mexicano significa ni más ni menos: “¡Esto es música, no chingaderas!”[2]
Es el clímax del control total del extravagante músico de bigote bicolor que sabe jugar con las emociones de sus miles de fans que no dejamos de maravillarnos y cuando uno cree que no hay modo de incrementar el frenesí, Charly García hace una pausa para presentar, con todo el respeto que nunca tiene para las figuras eclesiásticas o políticas, a una de sus grandes musas, a la grande, a la maravillosa, a la eximia Mercedes Sosa.
Doña Mercedes con admiración y amor maternal logra lo imposible: calmar a “Carlitos” (así le llama cariñosamente), reorientar al genio y llevarlo con serenidad y templanza a interpretar juntos seis rolas que reflejan su cercanía, su complicidad, su cariño y su compromiso: Como mata el viendo norte, Rezo por vos, Hablando a tu corazón, Cuchillos, De mí y Volver a los 17 (De la gran Violeta Parra).
La voz de trueno de Mercedes Sosa, invoca a los verdaderos estruendos que preceden a la lluvia que comienza a caer de modo constante en el mismo momento que Charly toca armónicamente para no desentonar con el enorme respeto que le profesa a la gran Negra Sosa, quien hizo de su vida y de su canto un ejemplo de congruencia que trascendió el espacio musical.
Tras despedirse del público, Mercedes Sosa, con la humildad y generosidad que la distinguieron, Charly García recupera su estado alterado de genio y ofrece siete canciones más, cuya intensidad arrecia para estar acorde con la lluvia cuya intensidad se incrementa, entre ellas Demoliendo hoteles, No toquen, Nos siguen pegando abajo y No llores por mí Argentina (su versión, no la edulcorada del musical Evita). De esta manera, con un final frenético Charly cerró su majestuoso concierto y con éste, mi gusto y admiración por esta gran figura se intensificaron.
Diez años después y tras convulsos y dramáticos episodios de excesos, de sobredosis de drogas, “de vivir muriendo”, en 2009, y tras una grave crisis de salud que casi lo deja sin vida, Charly García volvió al escenario más obeso, más lento, menos explosivo, pero con el genio intacto para abrir una gira internacional que tuvo un rotundo éxito. Hoy en día y cinco años después de “resucitar”, Charly García sigue alimentando su gran leyenda. Decía Carlos Gardel en su tango Volver, que 20 años no es nada, pero al evocar este gran concierto 15 años atrás, para mí tres lustros sí representan grandes recuerdos, enseñanzas, nostalgias y esperanzas.
Cierro esta colaboración con la gran rola de Charly García, Cerca de la revolución, que interpretó en el disco Hello! MTV Unplugged, en 1995.
[1] Pablo Espinosa, “Charly García, un genio al que todo se le perdona”, en La Jornada, México, 26 de julio de 1999.
[2] Ibídem