Con los ojos cerrados te iluminas por dentro, eres la piedra ciega, noche a noche te labro con los ojos cerrados.          Octavio Paz

 

Dice aquel que entre noches sucumbe una luz cuando de ella surge un enigmático visillo que transluce un poco de su intimidad, aquella familiaridad de cuerpos celestes, cuán estrella brilla a lo lejos, reflejo: ese que encausa destellos desde inmensos reflectores en movimiento, quizás la razón de una mente hecha un quijote, fama y divulgación, el centro del universo que conecta el espacio y el tiempo, propiedades que se deducen a través del resplandor de sus cualidades, inmaculadas, finas y sedosas, la bestia se revuelca sin premura, seducido por la presa, hipnotizado por luceros a lo lejos, en sí, dócil ante la tersa piel.

Pareciera le ve someramente pues de esa emanan perceptibles emociones forradas de mil tonalidades, incluso aventuradamente tangibles, nada de orden u ornamentos, sencillamente es la naturaleza que paulatinamente presenta una metamorfosis insaciable, involuntariamente trasnochada, impredecibles huecos que aluden al desorden, horizonte en medio de sucesos, el paladar de micromomentos, un sabor eterno, hinchazón ante la sensación, rubores melancólicos, la realidad de su pensamiento.

Profundos avernos, obscuras cavernas, hoyos negros, infinitas regiones cuyos interiores permiten una vida a cuestas, un terruño gravitatorio donde partículas pululan, el inicio de perspectivas variadas marca su paso, emergentes cambios quizás no muy certeros, allá o acá sin importar donde fuera el mundo trota mientras otros a paso lento agarran camino, muerto o vivo merodea, destellos aún de un fulgor prominente podrían ceder seres de otros planetas.

Instancias agotadas, exprimidas y experimentadas, galácticos pretextos extintos, los encuentros subjetivos entre versos poéticos adornan huecos, el oasis versátil ante las profundidades, imágenes construidas, pinceladas gráficas, pigmentos de vida en las corneas implantadas florecen al son de un confín, bocados de ondas rugen en alta mar cuando el zarpazo turbio se torna precisando instantes de desintoxicación.

Espejismo de la quietud,  momento en los cielos mientras un luengo bulevar aguarda, horas de día y noche respectivamente, ráfagas a lo hondo, yermo el cuerpo muerto, se disipa el hambre de la miseria, una necesidad desbordante a rastras el cuerpo lleva, ese odio burbujea la llaga que espumosa y amarillenta hierve hasta la punta de los dedos, un desenfrenado momento de sepultura, el portal hacia el llano pavimento, energías producidas bajo el acecho de cuatro paredes, pronto y sin final, grande y reducido aunque limitado y sin libertad, la caja monstruosa de delirios y derroches, una línea más, qué más da, son sólo obsesiones, todas mías y figuraciones todas tuyas.